martes, septiembre 11, 2007

La instalación y reconocimiento de la primera Junta Gubernativa en Chile
Una historia pocas veces contada

Por Alejandro Pino Uribe

Esta crónica tiene como base un escrito de don Diego Barros Arana, historiador chileno nacido el 16 de Agosto de 1830 en la ciudad de Santiago.

Don Diego Barros Arana en gran medida fue un autodidacta. Hizo sus primeros estudios en el Instituto Nacional en 1843, pero dada su naturaleza enfermiza debió retirarse al campo en el año 1849. Allí prosiguió aumentando sus conocimientos mediante la lectura de diferentes textos.

Publicó su primer ensayo histórico, el año 1850, con el título de “Estudios Históricos sobre Vicente Benavides” y “Las campañas del Sur”. Su obra más extensa y completa es la “Historia General de Chile”.

Junto a una gran cantidad de publicaciones de toda naturaleza, pero especialmente históricas, debe mencionarse su participación en la docencia:
Fue Rector del Instituto Nacional, decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades, diputado de la República. En 1892 fue Rector de la Universidad de Chile.

Falleció el 4 de noviembre de 1907.

En la madrugada del martes 18 de septiembre de 1810 se registraba en Santiago un inusitado movimiento militar. Tropas y milicianos tomaban estratégicas posiciones en la capital del país, preludio de un acontecimiento extraordinario.

Los patriotas, contaban con mayoría en la ciudad y con la adhesión de los altos mando militares así como del propio “Conde de la Conquista”, don Mateo de Toro y Zambrano, que frisaba ya los ochenta años. El desplazamiento de las tropas armadas obedecía, más que nada, a una necesidad de mostrar la decisión para efectuar un acto de Independencia al cual, el partido español, se oponía abiertamente. Otra razón era evitar los desordenes, que los partidarios, podrían provocar después de reconocida la primera junta de gobierno.

La asamblea citada para ese día, debía celebrarse en la sede del cabildo de Santiago, pero dado lo estrecho del lugar se optó por hacerla en el edificio destinado al “tribunal del consulado”, inaugurado solo tres años antes.

Faltando pocos minutos para las nueve de la mañana, 350 personas se encontraban en el recinto, cien menos que las que oficialmente se habían invitado.

Se encontraban allí los jefes de las diversas corporaciones, los prelados de las distintas órdenes religiosas y muchos de los vecinos más importantes de Santiago. No se encontraba presente el regente de la Real Audiencia, lo que señalaba claramente la oposición y protesta del alto tribunal a todo lo que se acordase en la asamblea convocada.

No se había permitido la entrada a ningún hombre menor de veinticinco años. La mayoría de los presentes eran de avanzada edad y representaban a casi todas las familias de la aristocracia colonial.

Mientras se esperaba el inicio de la asamblea todos aguardaban con una ceremoniosa compostura.

Unos momentos después de las nueve de la mañana hace su ingreso el Conde de la Conquista, precedido por el cabildo y acompañado por su secretario y un asesor. Todos toman asiento en los sillones del estrado en medio del respetuoso silencio de la concurrencia.

Don Mateo de Toro y Zambrano mostraba completa entereza, aunque todos sabían que se encontraba, más contando su edad, bastante agobiado por todos los acontecimiento que se habían precipitado en la colonia.

Poniéndose de pie, el octogenario anciano se dirigió a los asistentes con estas únicas palabras “Aquí está el bastón; disponed de el y del mando”. Se volvió enseguida a su secretario Argomedo, y en voz alta le dijo: “Significad al pueblo lo que os tengo prevenido”. Ocupando nuevamente su asiento permaneció mudo e impasible durante todo el debate que posteriormente se inició.

Levantándose el Dr. Argomedo, con voz firme, sonora y tranquila, dio lectura a una declaración en nombre de don Mateo de Toro y Zambrano: “ Señores, el muy ilustre señor presidente hace a todos testigos de los eficaces deseos con que ha procurado el lleno de sus deberes. La real orden de sucesión de mandos lo elevó al puesto que hoy ocupa; lo abrazó con el mayor gusto, porque sabía que iba a ser la cabeza de un pueblo noble, el más fiel y amante a su soberano, a su religión y a su patria.
Persuadido de estos sentimientos, se ofrece hoy, todo entero, a ese mismo pueblo, aguardando en las circunstancias del día las mayores demostraciones de ese interés santo, leal y patriótico.
En manos de los propios súbditos que tanto le han honrado con su obediencia, deposita el bastón, y de todos se promete la adopción de los medios más ciertos de quedar asegurados, defendidos y eternamente fieles vasallos del más adorable Fernando. El muy ilustre ayuntamiento los propondrá primero; y todos como amantes hermanos propenderemos a un logro que nos hará honrados y felices. Este es el deseo y el encargo del muy ilustre presidente; y cuando yo he sido el órgano de manifestarlo, cuento por el más feliz de mis día, el presente.”

Materializada, oficialmente, la solemne renuncia del Conde de la Conquista, era el cabildo quien debía proponer a la asamblea la manera en que se reorganizaría el gobierno del Reino de Chile.

Levantándose, luego de las palabras del Dr. Argomedo y terminadas las aclamaciones que suscitaron sus palabras, habló a continuación el abogado don José Miguel Infante, procurador de la ciudad, quien lo hizo en representación del cabildo.

En su discurso don José Miguel Infante pasó revista a las desgracias de España, invadida por las tropas napoleónicas, y que había producido la acefalía del trono de Fernando VII de Borbón. Le recordó a los presentes las antiguas leyes de la monarquía que, habían previsto, la manera de organizar el gobierno en tales casos.

Dijo el señor Infante “No quiero excitar más vuestro sentimiento, sino sólo preguntaros: ¿Quién nos asegura que el nuevo capitán general que se dice estar nombrado (se refería al general Elío), y quien se espera de un momento a otro, no declinará en igual despotismo? ¿No bastaría esto sólo para que procediésemos, desde luego, a la instalación de la Junta Gubernativa? Si se ha declarado que los pueblos de América forman una parte integrante de la monarquía. Si se ha reconocido que tienen los mismos derechos y privilegios que los de la península, y en estos se han establecido juntas provinciales, ¿ No debemos establecerlas también nosotros?¡No puede haber igualdad cuando a unos se niega la facultad de hacer lo que se ha permitido a otros, y que efectivamente lo han hecho!

¿Esperáis acaso un permiso expreso de la suprema autoridad que reside en la metrópoli? Pues aún ese permiso lo teneís. En la proclama dirigida a los pueblos de América participándoles el concejo de Regencia, se dice que la junta de Cádiz servirá de modelo a los que quieran constituir igual gobierno. ¿No es este un verdadero permiso? A esto mismo nos instiga y nos excita el supremo concejo de regencia en un real decreto del 30 de abril último, negándonos todo recurso en materia de gracia y justicia, y ciñendo su inspección solo a conocer sobre las representaciones dirigidas a proponer planes y recursos para hacer la guerra. ¿ No es este el motivo más urgente para hacer uso del permiso que se nos tiene dado? SI no tenemos a quién dirigir nuestros recursos en materia de justicia, ¿no fijaríamos desde luego el despotismo de los tribunales? ¿Quién respetaría las faltas que cometieran? Si no tenemos quien nos provea los empleos civiles y militares, ¿no caminaríamos, necesariamente, a nuestra ruina?

Don José Miguel Infante al finalizar sus discurso procuro desalentar las iniciativas que existían contra la creación de una junta de gobierno, o junta gubernativa como se le denominaba en esos tiempos. Se esforzó por demostrar, especialmente a los españoles, que esta no era una amenaza contra nadie, ni alteraba la fidelidad al Rey de España, ni pretendía innovar en lo menor a la religión del Estado.

“Señores Europeos, estad firmemente persuadidos de que hombres inicuos han sido los que han procurado sembrar discordias con el fin de haceros oponer al justo designio de los patricios. El animo noble y generoso de estos no propende a otra cosa que ha mantener una unión recíproca. Esto exigen los estrechos vínculos que nos unen, y así espero que conspiraréis de consuno al bien de la Patria, uniformando vuestras ideas para el logro del importante y justo objeto sobre que van todos a deliberar.”

Sin embargo, las palabras de paz y de conciliación de don José Miguel Infante, no bastaron para impedir que el partido español, y algunos de sus representantes trataran de hacer oír su voz en medio de una asamblea, que, sin manifestarlo ya había hecho su opción.

Terminaba de hablar Infante , cuando de inmediato se para don Manuel Manso, administrador general de aduana. Aunque Chileno de nacimiento y hombre muy respetable para la comunidad, no era partidario de lo que estaba ocurriendo. Comenzó sosteniendo que las circunstancias en que se hallaba el país, sin enemigos exteriores y sin una causa seria de perturbación interior, no autorizaban un cambio de gobierno.

Los asistentes reprobaron sus palabras, pidiendo de inmediato el establecimiento de una junta de gobierno, interrumpiéndole abruptamente. Manso, profundamente molesto e indignado hizo abandono del lugar.

Pese a todo el destacado comerciante español, Santos Izquierdo, ex miembro del Cabildo de Santiago, luciendo en su pecho orgulloso la cruz de la orden de Montesa, trato de rebatir lo expresado por José Miguel Infante. La asamblea no tardó mucho en acallar sus reclamos, viéndose obliga a dejar inconcluso el discurso recién iniciado.

La actitud de los asambleístas no dejaba dudas sobre los propósitos mayoritarios que allí imperaban.

Si mayor preámbulo la creación de una Junta de Gobierno fue aprobada por aclamación. La casi unanimidad de los presentes se puso de pie, gritando a grandes voces: “Junta queremos”.

Levantándose José Miguel Infante, nuevamente, fue proponiendo uno en pos de otro, los nombres de los integrantes de la junta: don Mateo de Toro y Zambrano, para presidente; el obispo electo de Santiago don José Antonio Martínez de Aldunate, para vicepresidente; don Fernando Marquez de la Plata; el doctor don Juan Martinez de Rozas y don Ignacio de la Carrera, para vocales. Las designaciones fueron ratificadas con grandes aclamaciones.

Cuando parecía que la asamblea llegaba a su término, uno de los concurrentes, el abogado don Carlos Correa, señalando el deseo de otros participantes en el acto, solicitó que se agregaran dos integrantes más a la junta gubernativa. Aceptada la petición , se propuso una votación con cédula secreta en la cual debía inscribirse un solo nombre. Practicado el escrutinio, en medio de una gran animación de los asistentes a la asamblea, fueron aclamados con prolongados aplausos como integrantes de la nueva junta, el Coronel Francisco Javier de Reina con 99 votos y don Juan Enrique Rosales con 89 votos.

Finalmente, con el mismo regocijo, según señala el escrito de don Diego Barros Arana, fueron designados como secretarios los doctores José Gaspar Marín y José Gregorio Argomedo, quienes tenían amplia reputación de tener “notoria literatura, honor y probidad que se han adquirido a toda satisfacción del pueblo”.

Finalizada la elección e investidos en sus respectivos cargo prestaron el juramento de rigor.

Todos los cuerpos militares, prelados, jefes de servicios públicos, religiosos en general y vecinos juraron, en ese mismo acto, obediencia y fidelidad a la junta recién instalada en nombre del Rey Fernando VII.

La asamblea iniciada a las 9 de la mañana, comenzaba a disolverse cuando los relojes coloniales marcaban las 3 de la tarde.

Todos los asistentes acompañaron en medio de vítores hasta su casa al Conde de la Conquista y así, a cada uno de los vocales elegidos haciendo resonar el calzado en las calle empedradas. Las campanas de la iglesias repicaba con gran estruendo, anunciando a la ciudad de Santiago el cambio de gobierno que acababa de ocurrir.

Todo el vecindario celebrada alborozado. Durante las cinco horas que duró la asamblea no se registró ningún acto de desorden. Cuando se anunció que la Junta de Gobierno quedaba instalada oficialmente, el pueblo prorrumpió en vivas y aplausos.

Por la noche Santiago estaba iluminado. Las familias más prominentes instalaron antorchas y candelas en el frente de las casas. Se organizaron bandas de improvisados músicos que fueron a dar serenatas a la casa de don Mateo de Toro y Zambrano. También fueron a la casa de sus hijos y de los otros vocales elegidos. La fiesta duró hasta el amanecer.

La verdad es que la Junta se había instalado en nombre del Rey de España Fernando VII de Borbón y para defender sus derechos hereditarios sojuzgados por Napoleón. Probablemente ese era el deseo sincero de la mayoría de los participantes en la asamblea. En el acta de instalación se presentaba este acto como algo estrictamente legal y permitido, además, por las autoridades que gobernaban en España en nombre del Rey. Lo vocales de la nueva junta, cuando prestaron juramento, lo hicieron señalando “obedecer las antiguas leyes de la monarquía y de defender este reino hasta con la última gota de sangre, de conservarlo al señor Don Fernando VII, a quien debía estar siempre sujeto, de reconocer al supremo concejo de regencia y de mantener las autoridades constituidas y los empleados en su respectivos destinos”.
Pese a todo cierto es que sin proponérselo concientemente, es día 18 de Septiembre todo comenzaba a cambiar. Por la tarde un propio fue despachado a Buenos Aires, para comunicar el acontecimiento. La misiva comenzaba señalando, casi proféticamente, “El 18 de septiembre es el día más grande de Chile”.

La resistencia puesta a la constitución de la Junta Gubernativa por parte del partido español, y de la propia real audiencia, era una clara señal que quienes se oponían a cualquier afán independentista, sabían la gravedad que envolvía para España el acto realizado en esta lejana colonia de América.

No todo fue fácil. El 18 de Septiembre ningún representante del tribunal supremo , o Real Audiencia, se hizo presente en la asamblea. Pese a los reclamos del pueblo que exigía que los oidores comparecieran a prestar juramento, y dado lo avanzado de la hora se acordó citarlos para el día miércoles 19 de septiembre a las 12 del día a cumplir con ese gesto solemne.

La Real Audiencia se empeñó en no cumplir con esa obligación. Exigieron que previamente se les enviara copia del acta de constitución de la Junta de Gobierno. Esta se negó, en términos claros y perentorios enviando una nota escrita al alto tribunal que en una de sus partes decía: “Concurriendo V.S. a este palacio, en la hora, que se tiene prefijada, se leerá previamente el acta de la instalación de la junta provisional gubernativa, para que, impuesto de su contenido, le preste, V.S. su reconocimiento”.

Los oidores, sin embargo, aún se resistieron a esta severa conminación. Desconociendo la autoridad de la Junta respondieron, dirigiéndose solo al Conde de la Conquista en su calidad de Presidente y Capitán General interino del reino. En la misiva le instaban a Mateo de Toro y Zambrano a restablecer el régimen antiguo y le representaban la ilegalidad del cambio que se había hecho, haciéndole responsable de las consecuencias de aquella innovación, declarando que de no hacerlo así, la audiencia se limitaría a administrar justicia en cumplimiento del encargo del Rey, a quien daría cuenta de todo, y manteniéndose, entretanto, sin intervenir de manera alguna en materia gubernativa.

La carta de respuesta de la Real Audiencia provocó indignación entre los integrantes de la Junta de Gobierno y ese día, 19 de septiembre respondieron , con la firma de su Presidente, con singular dureza: “Cuando V.S. expone en su oficio de hoy, todo lo tuvo presente la presidencia antes de decidirse a la convocación del congreso del día de ayer e instalación de la excelentísima Junta provisional Gubernativa. Ella está resuelta a hacerse reconocer en la hora y día prefijados. Sentiría infinito que concluido ya el expediente y afianzada ya la materia, de V.S. lugar a novedades que la obliguen a tomar providencias serias y ejecutivas, especialmente en circunstancias que constando a V.S. la aclamación universal del pueblo que ha constituido majestuosa y uniformemente este respetable cuerpo, insista todavía en sembrar con sus oficios el germen de las desavenencias, conducta por cierto muy ajena de un tribunal del rey, que, en fuerza de sus obligaciones, debe aspirar a la unión y a la concordia”.

Al finalizar el oficio, el presidente de la junta, ordenaba que al acto de juramento no concurriera un representante del tribunal si no que todos sus integrantes.

La resistencia terminó. A las 12 del día 19 de septiembre concurrieron los oidores a la casa del Conde de la Conquista: “puestas las manos sobre los santos evangelios, juraron y prometieron respetar y obdecer a la dicha excelentísima junta gubernativa, y lo firmaron bajo las protestas que tienen hechas en sus oficios”.

Un cronista de la época señala que en este acto, y antes que ingresaran los integrantes de la Real Audiencia, a la casa del Conde de la Conquista, se instaló una banda en las afueras que ofreció un concierto. A su salida se toco la “marcha de la guillotina”, que se presume era el himno nacional de Francia, La Marsellesa.

El día 19 de Septiembre, a las primeras horas de la tarde, se daba a conocer a través de bandos leídos en voz alta, como se acostumbraba, el acta de constitución de la nueva Junta Gubernativa. Para cumplir con esa ceremonia de leer el bando en diferentes esquinas de la ciudad, se organizó una vistosa columna de mil hombres armados, que marcharon al son de tambores y música. Quinientos cincuenta soldados pertenecían al Regimiento de caballería del Príncipe y encabezan la marcha, Detrás de ellos iba el escribano de gobierno encargado de hacer la proclamación, rodeado del Alcalde don Agustín de Eyzaguirre y de los regidores don Fernando Errázuriz y don Francisco Antonio Pérez García, todos montados en briosos corceles lujosamente enjaezados . Cerrando la columna marchaban a pie los soldados de las compañías de dragones de Concepción y Santiago al mando del Capitán Juan Miguel Benavente.

Entrada la tarde, se efectuó un sarao y se ofrecieron refrescos en la casa de don Mateo de Toro y Zambrano con la asistencia de los principales de la ciudad.

Por la noche del 19 de Septiembre se esparció el rumor de un posible levantamiento en contra de la recién constituida Junta de Gobierno. Se hablaba que marchaba hacia Santiago, una columna de mil quinientos milicianos procedentes de Quillota, y comandados por don Tomás de Azúa , marqués de Cañada hermosa, quien anticipadamente se había declarado enemigo de cualquier cambio de gobierno en Santiago.

Durante toda la noche del 19 al 20 de Septiembre, se rodeó Santiago de centinelas y tropas que vigilaron atentamente. Nada ocurrió todo no pasó de ser más allá de un rumor.

El día 20 de Septiembre, el Cabildo decretó que se hiciera la “Jura popular” de las nuevas autoridades ante todo el pueblo. Para cumplir con ese propósito se instaló, en la Plaza Mayor, un estrado, que permitía la observación de todos los concurrentes. Allí en el tablado se instalaron los vocales de la junta; y después de anunciarse el cambio de gobierno, recibieron el juramento del Cabildo de Santiago, como representantes de la ciudad, de los jefes militares, de los canónigos Vicente Larraín y Juan Pablo Fretes en representación del clero secular y de los provinciales de las órdenes religiosas, con la sola excepción del de la Merced, que no quiso concurrir al acto. Los cuerpos de las milicias juraron sobre sus estandartes, mientras el pueblo recibía monedas que les lanzaban desde diferentes lugares, como era la costumbre de la época, y en medio de grandes expresiones de alegría.

El acto finalizó con tres salvas de 21 cañonazos. Premonitoras talvez que muchos más se dejarían escuchar, antes que Chile fuera verdaderamente una república independiente.