miércoles, noviembre 30, 2005

La Inquisición

Capítulo V

Los procedimientos de la Inquisición

Hombres, mujeres, ancianos y niños eran arrastrados a las mazmorras de la Inquisición, incluyendo mujeres embarazadas. Bastaba solo que fueran acusados como herejes para ser apresados.

Como preparación para los interrogatorios posteriores, eran despojados de sus ropas y torturados por alguno de su mismo sexo.

Una de las torturas más comunes era la TOCA, en que se obligaba al infeliz prisionero a ingerir a la fuerza grandes cantidades de agua.

Otra era la GARRUCHA, una polea que levantaba de los brazos al condenado y luego lo dejaba caer violentamente, deteniéndole a mitad del camino descoyuntándole los huesos en medio de atroces dolores.

El POTRO, era también una tortura muy popular y se utilizaba por la Inquisición de dos maneras; una, estirando brazos y piernas girando una gran rueda, y la otra consistía en rodear el cuerpo con las cuerdas y apretándolas tan firmemente que estas se incrustaban en la piel produciendo grandes heridas y cortaduras.

Cuando los prisioneros o prisioneras habían sido suficientemente torturados hasta obtener su confesión, salvo que murieran durante el suplicio, venía la ceremonia conocida como auto de Fe, que en el capítulo dedicado a la Inquisición, en la época de Felipe II (biznieto de los Reyes Católicos), explicaremos con mayor detalle.

Las persecuciones Inquisidoras durante los primeros años fueron feroces, y en un gran número de casos se trató de gente inocente, arrastrados al tribunal por culpa de falsas acusaciones, entre vecinos y familiares o por rencillas de negocios. En un informe, conocido como el “informe Bercialdez”, se calcula en 8.800 las personas muertas por la Inquisición entre los años 1480 y 1498.

En Roma, estos verdaderos crímenes, no pasaron inadvertidos. El Papa Sixto IV estaba furioso con los Reyes Católicos porque el tribunal de Sevilla no había dado a conocer, y menos aplicado, algo que era obligatorio de acuerdo a la Bula Papal y que se conocía como el “Edicto de Gracia”, que permitía confesar los pecados antes del arresto, a ello se agregaba que a la muerte de Susan, en la hoguera de Sevilla, los Obispos de esa ciudad, horrorizados ante tanta crueldad de los monjes Dominicos de la Inquisición, reclamaron directamente al Papa.
Entretanto en la Corte de Isabel y Fernando algunos de sus integrantes también desaprobaban las brutales prácticas de la Inquisición.

Uno de ellos era el propio secretario de la Reina, Pulgar y Fray Fernando de Talavera en ese momento confesor de Isabel, quejándose ambos al Cardenal Pedro González de Mendoza, especialmente porque se castigaba a niños que no tenían la culpa de la educación religiosa recibida de sus padres. El cura Fernando de Talavera decía, “las herejías no solo deben corregirse por medio de los castigos sino también por medio del pensamiento Católico”.

Otro noble español, don Juan de Lucerna, que había sido embajador en Roma, sostenía que los conversos no debían ser tratados como herejes, sino que como infieles.

Pero ninguna voz bastaba para frenar el celo religioso de los Reyes Católicos y en el año 1481, Fernando de Aragón llevó a su propio reino la furia de la Inquisición.