miércoles, noviembre 30, 2005

La Inquisición

Capítulo VIII

Tomás de Torquemada es nombrado Inquisidor Real

Pese a todos los acuerdos, con Isabel y Fernando, Sixto IV hizo establecer una corte de apelaciones en Sevilla, a cargo del Obispo de esa ciudad IÑIGO MANRIQUEZ.

Entre las atribuciones de la mencionada corte estaba el devolver las pertenencias a quienes presos de la Inquisición, fueran declarados inocentes y en segundo lugar que una persona acusada, no podía ser acusada nuevamente.

La Reina Isabel, procurando evitar un segundo enfrentamiento con el Papa, ordenó una reorganización de la Inquisición, y obtuvo que el sumo Pontífice nombrará al cura dominico Tomás de Torquemada como supervisor.

Corría el mes de octubre del año 1483, cuando tal hecho tiene lugar con todos los ceremoniales, que consagraban a Torquemada como uno de los hombres más poderosos y temidos del reino.

El 17 de octubre del mismo año asume, además, como Inquisidor General para Aragón, Cataluña y Valencia.

El Inquisidor General era un hombre severo, ascético e insobornable.

Había sido 20 años prior del convento Dominico de Segovia, llevando una vida ejemplar de estudio, oración y penitencia.

Como Fraile su ascetismo personal era legendario.

Por la noche Torquemada dormía sobre un tablón. No comía carne, ayunaba constantemente, usaba una camisa de crin sobre la piel y soportaba toda clase de penitencias.

Odiaba obsesivamente a Judíos y conversos.

Sus prédicas eran encendidas alusiones al diablo y a la furia de las llamas eternas que consumirían a los pecadores, con lo que sembraba el temor entre los fieles, quienes veían a Dios con un ser poseído de ira contra el pecado y contra la humanidad que faltaba a sus mandamientos.

Sería el hombre más posesionado de su papel como gran Inquisidor.

Fray Tomás de Torquemada, era descendiente de conversos y su relación con los Reyes Católicos nace de los años en que era confesor de Isabel, cuando era sólo la Princesa de Segovia.

Torquemada, prometió que se dedicaría a la extirpación de la herejía, por la gloria de Dios y la exaltación de la fe católica.

Nadie podía saber como quedarían, tintas en sangre inocente, las manos de este Fraile fanático, que al momento de ser designado como Inquisidor General de Castilla tenía 63 años.


Tan solo asumir Torquemada el alto cargo de Inquisidor General, en la pequeña “Ciudad Real” 34 personas fueron quemadas vivas y otras 48 lo fueron en efigie.

Se “quemaba en efigie”, a los acusados que no podían ser capturados, ya sea porque escapaban del reino o se escondían en lugares remotos, en ese caso, sus retratos eran colocados en la hoguera de manera simbólica quedando marcados para toda la vida y con el peligro latente de caer en las garras de la Inquisición en cualquier momento.

El Tribunal de la Inquisición recorría todos los pueblos y ciudades del reino, sembrando el terror en todos los lugares donde se instalaba, ya que nadie podía estar a salvo de acusaciones e intrigas de todo tipo.

La inquisición siguió su cruel camino por todos los rincones de Castilla y Aragón, pero dejando detrás de sí no solo muertos sino que provocando inicios de revueltas en su contra.

Ciudades enteras se revelaron contra los Inquisidores, como es el caso de Teruel, en Aragón, el año 1484.

En 1485 una turba asesinó en la Catedral de Zaragoza el Inquisidor Pedro Arbués.

LA INQUISICIÓN DURANTE EL REINADO DE FELIPE II

La corona de Castilla y Aragón no quedaría en manos de ningún hijo o hija de los Reyes Católicos, sino que pasaría directamente a manos de uno de sus nietos, Carlos V de Alemania y I de España, hijo de Felipe el Hermoso Rey Soberano de los Países Bajos y del condado de Borgoña, y de Juana, llamada la loca, hija de Fernando e Isabel.

Carlos V fue el creador de aquel imperio “donde no se ponía el sol”.

Carlos V sería el continuador de las acciones de la Inquisición, no solo en España, sino que en todos los rincones del Imperio, incluyendo América del Sur, conquistada bajo su reinado.

No menos cruel que su padre, sería su heredero, Felipe II, quien siguió utilizando a la Inquisición y las persecuciones religiosas como la mejor forma de eliminar a los enemigos y hacerse de ingentes riquezas.

La Inquisición ya constituía toda una gran organización burocrática con gran numero de curas, frailes monjas y seglares a su servicio. Contaba con un ejército de espías y delatores siempre prestos a llevar a las mazmorras del mal llamado “Santo oficio” a miles de inocentes provenientes de todas las clases sociales.

La Jefatura nominal de la Inquisición era el “Consejo Supremo” presidido por el Inquisidor General, después venía una verdadera red de tribunales del Santo Oficio distribuida por toda la Europa de esa época dominada por España.

El esquema operatorio, seguía siendo el mismo del pasado.
Los procesos eran secretos y las pruebas no se comunicaban nunca.
A veces simples sospechas bastaban para encarcelar a un presunto culpable. El desdichado era, por lo menos, torturado brutalmente.

La vejez no liberaba de la tortura y así es como en el año 1557 una francesa, de 90 años, que vivía en Zaragoza fue torturada hasta morir en las mazmorras de la “Santa Inquisición”.

Pero, ahora, se había agregado a la compleja organización un grupo de teólogos llamados “calificadores” quienes tenían la responsabilidad de interpretar desde un punto de vista teológico las respuestas que, a los interrogatorios, daban los acusados.

Estos calificadores eran generalmente curas bastante ignorantes, poco conocedores de las escrituras y muchas veces animados por bastardas animadversiones, especialmente cuando un acusado demostraba saber más que ellos. Solo procuraban descubrir herejías hasta en las palabras más sencillas.

La Inquisición procuraba involucrar a todos los católicos en la búsqueda de herejes, vinculándolos en la responsabilidad directa de denunciarles, por ello es que para acusar a un inocente, bastaba tener como guía una lectura que se hacía todos los años en las Iglesias, el tercer día de cuaresma después de la misa mayor.

La lectura en cuestión era la siguiente:

“Si habéis oído decir que ciertas personas de cambian de camisa en sábado, o en sábado cambian las sábanas de la cama, o hacen diariamente la ablución, lavándose los brazos, las manos, o los codos, cara, boca, nariz, oídos, piernas y partes vergonzosas, estáis obligado a delatarlos bajo pena de excomunión”

Tal vez de estas admoniciones nace esa costumbre, tan Europea, de no bañarse con frecuencia, pese a que ya no existe el peligro de ser denunciado por alguien.

La realeza participaba directamente de las acciones de la Inquisición, es más, se consideraba como un acto necesario para ellos concurrir a los distintos y crueles ceremoniales del Tribunal del “Santo Oficio”. Juana, hermana de Felipe II tenía la costumbre de asistir a los llamados “autos de fe”, ya mencionados al inicio de esta crónica.

A uno de estos autos de Fe, celebrado en la ciudad de Valladolid, doña Juana se hizo acompañar por don Carlos, hijo de Felipe II. En una carta que envía a su hermano, Juana le resume el acto, presenciado por ella y el príncipe. “El auto del Santo Oficio de la Inquisición se hizo el domingo de la Trinidad, en la plaza, donde se hallaron sus Altezas y todos los grandes y prelados que aquí había y los Consejos, y hizose muy solemne.

Comenzose a las siete de la mañana y acabose a las cinco de la tarde, quemándose quince, entre hombres y mujeres y los demás condenaron se a cárcel perpetua. Habrá que hacerse otro auto presto (rápido) de algunos que quedan presos. Y a todo se hallaron sus Altezas.”

El auto de Fe consistía en dos fases.

La primera transcurría en un tablado en medio de la Plaza Mayor. Era la humillación pública. Luego eran entregados al Alguacil para ser llevados al “quemadero”.

Juana, la hermana del Rey Felipe II asistía siempre a la quema de los “supuestos herejes”, incluyendo entre quienes eran enviados a la hoguera, a damas de su propia corte, como doña Beatriz de Vivero, que siempre se declaró Católica pero quebrantada por la tortura aceptó toda clase de acusaciones. A ella solo se le permitió el consuelo de ser estrangulada antes de ser arrojada a la hoguera.

Felipe II, ya vuelto a España, asiste el domingo 8 de octubre de 1559, personalmente, a un auto de Fe.

Frente a la Iglesia de San Martín en Valladolid, se levantó una alta tribuna cubierta de rica tapicería con un trono en el lugar más prominente, en torno a el se instalaron los jueces de la Inquisición.

Al frente de la ubicación del Rey se encontraba el tablado de los condenados.

Las campanas de la Iglesia dieron la señal y la procesión salió desde el Palacio de la Inquisición.
Cada uno de los condenados venía apoyado en dos familiares, quienes le consolaban y ayudaban moralmente a soportar la difícil prueba. Los que habían admitido su penitencia vestían una negra túnica y los destinados a la hoguera una “hopa” (túnica) amarilla y sambenito pintarrajeado de grotescos dibujos que representaban demonios y las llamas del infierno.

Una gran cantidad de espectadores se agrupaban en la plaza, aclamando a los grandes señores, embajadores y cortesanos.

Se calcula que en esa ocasión se reunieron más de doscientas mil personas. Mal que mal la Iglesia prometía “cuarenta días de indulgencia” a los que presenciaran ese “solemne acto”.

El entusiasmo subió de tono cuando el Inquisidor General llamó al Rey a mantener la pureza de la Fe, a denunciar a los innovadores y a sostener el San Oficio de la Inquisición. Ante este requerimiento Felipe II se puso de pie y espada en mano en voz alta exclamó “Yo el Rey, dixo, así lo juro”.

Luego se dio lectura a las sentencias. Los penitentes se hincaron de rodillas, recibieron la absolución y fueron devueltos a prisión por todo el resto de sus vidas.

Los condenados, entretanto, eran entregados al Alguacil con las siguientes frases sacramentales, “Les confiamos a la justicia del magnífico corregidor, a quien recomendamos sea servido de tratarlos con bondad y misericordia”. Era esta la más suprema de las hipocresías, porque la suerte ya estaba echada y ninguno podía eludir la hoguera, y “el magnífico corregidor” sabía perfectamente cual sería su destino si, por casualidad, tomare en serio la recomendación de ser bondadoso y misericordioso.

La hoguera era el único camino para los desgraciados condenados y ese paso debían darlo en presencia de padres, esposas, esposos, hijos o hijas en una crueldad que hasta el momento presente no deja de estremecernos y que nos muestra, que aquellos que decían servir a la Fe y a la Iglesia, solo se servían de ella, para demostrar su fanatismo, ignorancia y perversión. Dios, que duda cabe, nunca estuvo con ellos.

En algunos casos solo el Santo Oficio de la Inquisición podía conceder la gracia del consuelo de ser ahorcado, antes de ser quemado, pero igual el cuerpo del infortunado era arrojado al fuego.

Dieciocho condenados desfilaron delante del Rey, de los cuales seis fueron admitidos a la penitencia, entre ellos una descendiente del Rey Don Pedro “El cruel”, llamada Isabel de Castilla, su esposo, en cambio, fue condenado a la hoguera.

El Rey asiste al auto de Fe, según señalaban sus más cercanos, porque sentía la obligación de ejercer un patronato personal sobre la Iglesia Católica de España y de todo su reino.

En una ley española que data de 1565 (libro I, título VI, ley I) se expresa “Por derecho y antigua costumbre y justos títulos y concesiones apostólicas, somos padrón de todas las Iglesias Catedrales”.

Felipe II, interviene directamente en cuestiones relativas a los nombramientos de la jerarquía de la Iglesia, así como a los ritos, aconsejando qué epístolas se debían incluir en los misales y en que fechas debían celebrarse determinadas fiestas religiosas.

A tanto llega la influencia de la religión en las decisiones reales, y la suspicacia frente a las personas y sus escritos, que el teólogo de Felipe, Arias Montano, recomienda al Rey la revisión de los escritos de San Agustín, de Tertuliano y San Jerónimo, entre otros, escribiéndole “tienen necesidad de ser repurgados, por tener cosas no tan sanas como conviene.”.

El Rey, maneja a la Inquisición a su amaño y controla absolutamente al clero de España, incluso alejándoles de la Santa Sede de Roma, prohibiendo la publicación de Bulas y despachos desde el Vaticano.

Las disputas de Felipe II con el Papa Pío V, llegan incluso hasta detalles como que el Embajador Español debía tener preeminencia, en las audiencias del Papa, sobre el embajador de Francia. Cuando el Papa acuerda todo lo contrario, el Rey ordena retirar a su embajador en Roma, declarando que no se creía obligado a pagar un embajador, para honrar a un pontífice que había vacilado tan poco en agraviarlo.